
A finales del siglo XIX, en plena expansión ferroviaria en Australia del Sur, un perro mestizo llamado Bob se convirtió en uno de los viajeros más queridos y reconocibles del país. Su historia comienza en 1883, cuando era un cachorro de apenas nueve meses capturado junto con otros perros para un programa de control de conejos. Su destino parecía incierto hasta que un guardia de tren, William Seth Ferry, lo descubrió en un vagón de ganado y decidió adoptarlo en un gesto que cambiaría la vida del animal para siempre.
Ferry llevó al joven Bob a la localidad de Terowie, donde comenzó a enseñarle trucos y a permitirle acompañarlo en sus recorridos ferroviarios. Sin embargo, lo que nadie imaginaba era la fascinación inmediata y profunda que el perro desarrollaría por los trenes. Pronto, Bob empezó a viajar por su cuenta, subiendo a locomotoras y convoyes que atravesaban ciudades, pueblos y largas distancias entre estados.
Los maquinistas lo conocían bien. Cada día, Bob elegía un tren diferente. Por las noches, seguía a los conductores a sus hogares, donde recibía alimento y cobijo. A la mañana siguiente, regresaba a la estación para embarcarse en una nueva ruta. Su lugar favorito era sobre el compartimento del carbón, junto a la chimenea humeante y el silbato estruendoso de las locomotoras “Yankee”, donde parecía sentirse parte integral de la maquinaria.
La popularidad de Bob creció hasta el punto de que los trabajadores ferroviarios le fabricaron un collar de cuero con una placa de bronce grabada:
“Stop me not, but let me jog,
For I am Bob, the driver’s dog.”
(No me detengas, déjame trotar, porque soy Bob, el perro de los maquinistas.)
Durante más de diez años, Bob recorrió miles de kilómetros por Australia del Sur y, según algunas crónicas, llegó a viajar hasta Melbourne y Sídney. La prensa local lo bautizó como “el rey de los marginados” y “el perro ferroviario más famoso del mundo”. Su figura se convirtió en símbolo de compañerismo, libertad y el carácter aventurero de la época.
Bob falleció en 1895, con aproximadamente 13 años. En homenaje a su lealtad y espíritu viajero, trabajadores ferroviarios publicaron un poema en su honor en el diario The Advertiser. Su collar original se conserva hoy en el National Railway Museum de Port Adelaide, y en 2009 la comunidad de Peterborough levantó una estatua para recordar al perro que hizo del ferrocarril su hogar.
Más de un siglo después, Bob continúa siendo una de las historias más queridas del mundo perruno: un recordatorio de que la conexión entre humanos y perros puede forjar leyendas que perduran en el tiempo.
